Gran oportunidad me ha regalado la vida, de poder sentir de cerca la muerte. Esa muerte hacia la que todos caminamos. Gratitud porque se me ha permitido ser mensajera y transmisora de palabras, abrazos, miradas amorosas, gestos, mensajes, rezos y padrenuestros. Todo eso me ha regalado la vida en esta época de miedo y dolor. Un regalo ha sido, que mis manos enguantadas, fueran instrumento para transmitir la cercanía de los bien amados hermanos, hijos, sobrinos, nietos o amigos.
Sonará impactante, pero ser mensajero de amor a las puertas de la muerte es lo más profundo que he vivido. Compensaba la impotencia, como médico, de enfrentarme a una situación incomprensible y sin remedios claros. La desesperanza y el miedo aparecían, estaban presentes, pero se desvanecían al sentirme puente entrelazando personas. De la mano de los mayores, aprendí a dejar de lado desesperanza y miedo. Pude crecer interiormente y reconectarme con la esencia más profunda del ser humano.
Así viví esta crisis como médico en una residencia asistida de personas mayores. Una residencia de las tantas de nuestro país, que han sido azotadas con fuerza por esa extraña enfermedad, que aún no comprendemos. Las residencias han sido el epicentro de esta tremenda convulsión, que nos ha paralizado y de la cual aún padecemos las secuelas. Estamos en estado postcrítico en muchos sentidos. Y debemos estar atentos para que las secuelas tengan un balance positivo.
Quiero hacer referencia a nuestros difuntos, a los seres queridos que lloramos, añoramos, echamos de menos. Aquellos por los que sentimos un vacío doloroso y desgarrador, por no haberles podido acompañar en las últimas semanas de su vida. No les pudimos despedir cuando estaban en ese tránsito. Un tránsito inesperado por lo doloroso del aislamiento. Sin poder acariciar, besar o compartir últimos deseos y anhelos.
Nuestros mayores en residencias ven personajes como astronautas, a los que apenas entienden ni reconocen. Así nos veían al personal enfundado en monos de plástico, detrás de mascarillas y pantallas. Me decían: ¿te conozco? Espera, ¿eres fulanita?, ¿menganita? … Cómo si jugaran a las adivinanzas. Otros desesperados por ver a los suyos: ¿cuándo viene mi hija? ¿Cómo está mi amigo de la segunda planta?
¡Con qué placer he escuchado a aquellos que me contaban sus batallas, historias de infancia, enamoramientos juveniles, desengaños, éxitos y fracasos! Algunas cosas inconfesables que se permitían “soltar” antes de partir, y yo poniendo mi mirada de testigo y mis manos de soporte físico, acariciando sus frágiles y desgastados cuerpos.
A aquellos que no oían o no entendían, a los desorientados, a los incapacitados para hablar, ver o entender… A todos ellos también se les puede escuchar, ya sea en su discurso incoherente o en su silencio. Simplemente estar, acompañar, acariciar. “Escucharles” en silencio, “escuchar” su esencia.
Todos nuestros mayores llevan a sus espaldas la mochila de su biografía. Todos con una vida de esfuerzo y entrega. Cada uno desde su lugar, según sus talentos y capacidades. Vidas de esfuerzo, al que debemos agradecer todo lo que tenemos hoy nosotros. Ellos hicieron grande nuestro país, ellos trabajaron duro, muy duro y aportaron mucho, muchísimo.
Sin embargo eso ha contado poco, y no ha contado nada para el merecido despido. Ni siquiera han sido merecedores de un beso de despedida.
Coincidí hace poco con una médico intensivista de un hospital pequeño. ¡Qué valientes fueron! ¡Qué humanos fueron! Cambiaron los protocolos en su centro. Sus pacientes críticos estuvieron acompañados por sus familiares a diario (siempre con las medidas de protección necesarias). ¡Nada de aislamiento! Sí, Sí lo que leen: La cordura, la coherencia y la integridad humana prevalecieron a la insensatez deshumanizante que impera en estos días. Esta médico y su equipo merecen mi más profundo reconocimiento. ¡Qué serenidad irradiaba esta doctora! Por la satisfacción de haber hecho lo que había que hacer, en coherencia con su profesión de cuidadora. Desde el corazón.
Desde el corazón todos podemos acercarnos a nuestros mayores. Ese es el mensaje que quiero gritar a doquier. Tanto si estamos cerca, como si nos separan mil leguas. Desde el corazón alcanzamos incluso a los que ya han partido. Desde el corazón no hay distancias.
Es bueno que hablemos de los que ya se fueron. Es bueno que les nombremos, les recordemos una y otra vez. Repetir las anécdotas o las batallitas que siempre contaban. Ahondar en sus vidas repasando álbumes y sus cosas preferidas. Repasemos, sin miedo, aquello que tenían pendiente o lo que nosotros teníamos pendiente con ellos. Muchas cosas se pueden aún resolver, aunque físicamente no estén con nosotros.
Recemos, hagamos reuniones para despedirles. Dediquémosles pensamientos, una canción que les gustaba. Podemos cocinar su plato preferido o leer su novela preferida. Les podemos llorar, claro que sí, cada vez que el dolor de la separación nos invada. Pero también está permitido reír o sonreír, recordando bellos momentos compartidos. O mirando las hazañas de sus nietos o de sus mascotas, o disfrutando de sus paisajes preferidos ¡Pongamos sonrisas, allí dónde ellos hubieran sonreído!
¡Miremos hacia el cielo! ¡Busquemos su destello a lo lejos! ¡Que nuestros corazones, nuestros pensamientos y nuestros actos llenos de amor alivien su dolor y nuestro dolor! ¡Que ese amor convierta al frío dolor en calor!
¡Avivemos el recuerdo amoroso, que permite salir del desespero, de la rabia, del dolor y el desamparo! ¡Hagamos florecer el recuerdo amoroso que irradia luz, una intensa luz que ilumina el camino en el más allá y el camino terrenal hacia el más allá!
¡Salgamos de la sensación de soledad que tuvieron que soportar ellos!
Los que estamos aquí, ¡no perdamos la oportunidad de besarnos y abrazarnos! ¡Reavivemos esos lazos! ¡Sin miedo!
POR NUESTROS MAYORES. POR ELLOS
DESCANSEN EN PAZ
Luisa Colomer Kammüller
Imagen del artículo Sabine van Erp en Pixabay